“Fifí miró al futuro. Peculiar sensación. Por lo general, se mira a
través del espacio, no del tiempo. Pero, miraba al futuro. No había un
calendario o algún otro medidor temporal como en la máquina de H.G. Wells. Sin
embargo, sentía que era el porvenir, olía a porvenir, sabía a porvenir; por
simple inspección, debía ser el porvenir.
A cierta distancia, dos señores le saludan confianzuda e insistentemente.
Se acercan (los otros se toman libertades vedadas a él, en su presente
inmóvil.) Uno tenía aspecto entre
hacendado y leguleyo con esas gafitas a la moda y su abundante y blanco
cabello. El otro, de menor estatura, parecía mulato, indio…, más bien
siciliano... pero no, no puede ser. ‘Pues sí, compañero, soy yo y este.., ese
mismo. Nos reconoces, ¿verdad?’ Fifí no lo podía creer. Ambos lucían más
jóvenes que él. ‘Coño, chico, déjense de bonche’. ‘¿Qué te parece este
muchacho, Gerardito?’ ‘Sí, no entiende que lo esperábamos desde hace mucho
tiempo y aquí está, al fin.’. ‘¿Cómo?’ Dijo Fifí ‘Ustedes están jugando. A mí la Historia me tiene escrito
otro final.’ Los otros se ríen irrespetuosos. ‘¡Ay, Fifí, parece que no
comprendiste nada! La historia es la que
conviene a quien pague a los historiadores. La realidad es otra. Nuestro rol ha sido el mismo durante los
últimos ochenta años. Primero le
correspondió a acá, a Gerardito. Después, cuando lo pasaron a retiro, me tocó a
mí, al Indio, al Hombre, tomar las riendas. Por último, te pasé el batón a ti
como colofón de nuestra misión. Este,
murió con placidez en Nassau. A mi me
tocó en Madeira. A ti te corresponderá
‘lo mimo’ – como decía el chino manisero - en Crimea o sabe Dios dónde, en el
disfrute de la jugosa cuenta que acumulaste en
Suiza durante tantas décadas (demasiadas para un vulgar dictador latinoamericano
como tú)’. Y Fulgencio y Gerardo señalaron hacia un gran hueco en la tierra un
poco más allá del que salían miríadas de obesos y pálidos gusanos. ‘¡No, no, nooooo..! Gritó Fifí y corrió
despavorido. Cuando se alejó lo
suficiente, se percató de que lo rodeaban numerosos niños, disfrazados de
abejitas, animalitos y duendes; muy contento, bailó y jugó con ellos. No supo cómo esta colmenita infantil fue
sustituida por adolescentes de secundaria con sus uniformes de sayitas
amarillas que les marcaban el triangulito de las entrepiernas y las blusitas
sin pañoletas de pioneras para destacar las teticas despuntando y los chorcitos
apretaditos de las muchachitas de las escuelas en el campo y las camilitas, qué
riquitas. Estas fueron relevadas por
universitarias, más sabrosas, promiscuas y experimentadas que, de noche, usaban
las licras más atrevidas e iban a jinetear a la Marina en busca, las muy
putas, de algún turista con quien casarse para que se las lleve del país.
‘¡Hijas de puta!’, chilló Fifí y ordenó a policías, segurosos, soldados,
guardias personales que les cayeran encima, que las prendieran, que las
encarcelaran por rameras, por traidoras, por contrarrevolucionarias y los
militares le rodearon marciales en apretadas falanges para que nadie atentara
contra su vida, sus palabras, su credibilidad… Las masivas escuadras lo
oprimían tanto que lo asfixiaban y lo aplastaban por lo que se agachó y se
arrastró con dificultad entre las comprimidas multitudes de piernas mientras su rostro tropezaba contra cosas recias y
peludas… y se percató que todos los guardias tenían las portañuelas abiertas y
su camino estaba lleno de falos duros, hinchados, con glandes violáceos y
prepucios de todos los colores y escrotos rugosos y velludos y no podía avanzar
sin restregarse la cara con miles de testículos, de falos, de pingas, de
morrongas que comenzaron a eyacular, a venirse en sus orejas, en sus narices,
en sus ojos, en sus labios y se ahogaba en semen, se hundía en cuajarones de
leche hasta que su mano dio con el frío metal del picaporte y huyó por una
puerta muy pequeñita. Había llegado al otro extremo del tiempo. Por lo oscuro,
pensó que había regresado al futuro y se esforzó por reconocer las figuras que
venían a lo lejos entre penumbras… como cojeaban o se arrastraban o
bailaban grotescamente pensó que veía
el Thriller de Michael Jackson, pero no, quienes venían eran, sí,
cadáveres y arrastraban cámaras de camión, algas, tablas, bidones de acero con
terribles mordidas de tiburón en los flancos; muertos cojos por los campos de
minas que rodean la base de Guantánamo, muertos congelados en los trenes de
aterrizaje de los aviones, muertos de nostalgia en el norte, en el sur, en el
este y el oeste, muertos de pena en los aviones abatidos, muertos de miedo en
el pasado, muertos de odio en el presente, muertos de risa en el futuro. Con horror, huyó hacia el pretérito donde
cuatro figuras le cerraron el paso. Estaban atadas a sendos postes con los
pechos horadados por el fuego de los pelotones de fusilamiento y las nucas
desbaratadas por los tiros de gracia.
‘¿Y qué, jefe?’ le dijo uno, ‘¿Y qué, jefe?’ le dijo el otro. Tuvo que retroceder unos segundos para
reconocerlos: ‘¡Arnaldo, Tony!’ ‘¡Sí,
Comandante en jefe, ordene!’ dijeron los ejecutados ‘¿Qué hacemos hoy, un poco
de cocaína para Pablo Escobar, un poco de armas para el M-19, un poco de marfil
y diamantes angolanos..? ¿ o.., le damos un murito de Berlín?’ Junto a ellos, en una celda enrejada, un
guajiro fuerte como un toro se levantó de su muerte dándose golpes en el pecho
enorme, donde le estalló el corazón: ‘¡Mi salud era de hierro, jefe!’ ‘¡Ya, Pepe, ya!’ Y se alejó de prisa tan
despavorido como entonces, para acercarse a un túnel del cual escapaba el
fragor de miles de botas que golpeaban marcialmente el pavimento. El miedo le
estranguló a medida que la revista militar se acercaba más y más, minuto a
minuto hasta que entrevió sus primeras escuadras. En vez de armas, llevaban al
hombro pequeñas urnas funerarias con sus propias fotos, nombres y fechas inscritas
en sus tapas: Fulano, Calueque; Mengano, Quifangondo; Esperancejo, Puente
número 11; Sutano, Cuito, y así por el estilo. Decenas, cientos, miles de bajas
en combate, en accidentes, por enfermedades, fusilados, suicidas, víctimas de
la ineptitud, la irresponsabilidad, la indiferencia. Cuando desfilaban ante él, volvieron los
cadavéricos rostros en dirección contraria y rompieron en paso de revista en
honor al vacío temporal. Tras la gran
parada, no se decidía a atravesar el túnel,
pero un perro enorme y rabioso –como pesadilla de Kurosagua-, con el lomo
cargado por granadas de mano, minas antipersonales, lanzacohetes y cintas de
balas, le acosó y lo ahuyentó hacia la negra boca de boa…” “Durante horas, que
parecían años o años que parecían segundos, dio tumbos en la oscuridad hasta
que percibió el otro extremo, vago resplandor al cual se aproximó hasta que
vislumbró las siluetas de una pareja. Estos sostenían sendas pistolas apuntadas
a sus sienes y sujetaban entre sus cabezas un palo o asta de la cual pendía un
trapo…, no, era la Bandera
y el asta atravesaba los cráneos de la pareja a través de los orificios que en
sus sienes habían provocado los disparos a quemarropa. Una pena tan profunda
como el tiempo le atravesó un corazón veinte años más joven. ‘¡Osvaldo, Haydee,
por favor!’ ‘No pudimos tolerar la humillación, -le escupieron al rostro-, la
estampida, la decepción, la decadencia…’ repetían los difuntos llevados por el
asta de la bandera que sostenían con los cañones de sus pistolas. Exhausto, retrocedió unos años hasta encontrarse
en un pasadizo enrejado tras cuyas rejas yacían los muertos de viejos en
prisión, los muertos de locura en las
tapiadas, los muertos de asfixia en las gavetas, los muertos de horror en las mazmorras de la Villa.
Y al huir de la prisión, se encontró en un páramo muy
distante de la Isla. En el medio del páramo
había una escuelita rústica y dentro de la misma, sobre el suelo polvoriento,
sucio y miserable, su más íntimo amigo le gritaba entre vómitos de sangre
‘¿Dónde estabas? ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué leíste mi testamento antes
de mi muerte? ¿Por qué me entregaste con un beso en la mejilla…?’ y se tendió
semidesnudo sobre unos lavaderos a descansar eternamente con expresión
mesiánica. Fifí corrió y corrió mientras su barba se oscurecía y su piel se
alisaba. Los páramos se transformaron en
bosques tropicales entre montañas. De los árboles colgaban maestros
adolescentes y agentes encubiertos, y, debajo, una alfombra de campesinos
alzados y obreros milicianos con una consigna pintada en sangre sobre sus
yertos cuerpos:’ viva la alianza obrero-campesina’. Los cuerpos se extendían más allá de la
montaña, a través de las ciénagas hasta una playa, donde los cadáveres de los
milicianos y los campesinos se confundían con los de unos expedicionarios en
traje de camuflaje. Más atrás, tropezó
un campo de aviación, con un hangar, en el cual entraba una avioneta de dos
motores sobre la que cargaron varios guardias para desarmarla tornillo a
tornillo, remache a remache hasta dejar sólo un sombrero alón en medio del gran
local vacío y una voz burlona flotando: ’Vas bien, Fifí, vas bien’. Y detrás del hangar había un amplio foso de
una fortaleza con incontables postes clavados en la tierra y en cada poste un
cadáver desguazado por el fuego de fusilería.
Algunos de los espectros llevaban sus cascos de pilotos y le apuntaban
con dedos acusadores: ‘Por convicción, ¡culpable!’. Fifí huyó y huyó hasta la Sierra. Pero no
encontró refugio. Montaña abajo rodaban los cuerpos ensangrentados de barbudos
guerrilleros, militares y campesinos que lo arrastraron en su alud hasta el
mismísimo Santiago que parecía un cementerio en medio de aquellos años de
guerra. De una esquina salió la mujer de
su vida, flaca, fea pero siempre dinámica y fiel. Le tomó de una mano y lo condujo a una calle
con ambas aceras decoradas por sendos cadáveres que destilaban su sangre por
las cunetas. Se los señaló orgullosa: ‘¿Así los querías, mi amor?’ Frank y
Josué levantaron sus nobles rostros y alargaron sus suplicantes manos hacia él:
’No nos dejes aquí, no nos abandones…’ Dobló la esquina con calambres en el
vientre, aunque ya no era Santiago sino… el malecón habanero en la calle Humbolt
y la casa número siete y unos cuerpos sangrientos rodaban hacia él escaleras abajo.
Al escapar de estos, otro poste obstruía la calle con los restos acribillados
de un joven que lo miró a través de sus espejuelos opacos de muerte: ’Dos veces
me engañaste, la primera, me hizo un asesino, la segunda, me asesinó’. Dio
varios tropezones y cayó hacia atrás, aunque no en el asfalto sino entre paja
de caña. Las descargas desgajaban el cañaveral y su tropa se dispersaba en
completa confusión. Sobre él, caían los muertos en combate y los asesinados por
el ejército. Todos maldecían la hora en que abordaron aquel yate. Se arrastró
bajo la paja de caña y los cadáveres para huir de la balacera. La lluvia de
plomo y de muertos continuaba sobre él si bien ya no estaba en la Sierra sino de nuevo en
Santiago, frente la fortaleza del ejército donde masacraban a todos aquellos
jóvenes que habían creído en él. No dejó de reptar hasta que dejó Santiago
atrás y llegó a otra ciudad lejana y familiar. Esta se hallaba envuelta en el
caos y la anarquía y él arrastraba un cadáver ayudado por Rafael, quien le reprochaba
que él había venido a Bogotá para otra cosa, no como asesino de líderes
populares y que, tras enredarlo en esta historia, lo dejó morir en una mazmorra
mientras esperaba porque él lo sacara de allí. Soltó su carga y se alejó de su
compañero. Sintió entonces la profunda angustia del adolescente que asesina por
primera vez allí, delante de aquel cine infantil apenas a una cuadra del Parque
Central con su cuarenta y cinco en la mano ante el cuerpo sin vida de Manolito
y los silbatos de la guardia del Capitolio le urgían a huir, huir, huir hasta
el otro extremo de la Isla, allá, al feudo de su padre cuando este, el
muy bruto, lo bajó con un sopapo del tractor que acababa de romper y la risa de
aquellos muchachos habaneros mientras lo arrastraban a aquel claro solitario
del monte y le tapaban la boca y le bajaban los pantalones y le metían un dolor
terrible en el culo y en la vergüenza y así, con los pantaloncitos bajos, más
pequeño aún, corrió entre sollozos al cuarto de su madre para encontrarla en la
cama con todos los guajiros que trabajaban para su padre, chupándoles los rabos
y dándoles lo que a él le dolería pronto y su madre desnuda y embarrada en
semen adúltero lo llamará ‘Ven, Fifí, m’ijito lindo de mamá, ven’ y lo agarrará y se lo meterá entero por la
vagina hecho un recién nacido pero horrorizado que de la matriz de su madre
salían unos gusanos gordos y pálidos y se descubrió a sí mismo más anciano que
nunca, asido por cada axila por Fulgencio Batista y Gerardo Machado quienes lo
halaban consigo a la fosa con un grito triunfal: ‘¡Al fin juntos, compañero…!’
La Habana, julio 24 del 2000