Monday, December 5, 2016

Fifí miró al futuro




“Fifí miró al futuro. Peculiar sensación. Por lo general, se mira a través del espacio, no del tiempo. Pero, miraba al futuro. No había un calendario o algún otro medidor temporal como en la máquina de H.G. Wells. Sin embargo, sentía que era el porvenir, olía a porvenir, sabía a porvenir; por simple inspección, debía ser el porvenir.  A cierta distancia, dos señores le saludan confianzuda e insistentemente. Se acercan (los otros se toman libertades vedadas a él, en su presente inmóvil.)  Uno tenía aspecto entre hacendado y leguleyo con esas gafitas a la moda y su abundante y blanco cabello. El otro, de menor estatura, parecía mulato, indio…, más bien siciliano... pero no, no puede ser. ‘Pues sí, compañero, soy yo y este.., ese mismo.  Nos reconoces, ¿verdad?’  Fifí no lo podía creer. Ambos lucían más jóvenes que él. ‘Coño, chico, déjense de bonche’. ‘¿Qué te parece este muchacho, Gerardito?’ ‘Sí, no entiende que lo esperábamos desde hace mucho tiempo y aquí está, al fin.’. ‘¿Cómo?’ Dijo Fifí ‘Ustedes están jugando. A mí la Historia me tiene escrito otro final.’ Los otros se ríen irrespetuosos. ‘¡Ay, Fifí, parece que no comprendiste nada!  La historia es la que conviene a quien pague a los historiadores. La realidad es otra.  Nuestro rol ha sido el mismo durante los últimos ochenta años.  Primero le correspondió a acá, a Gerardito. Después, cuando lo pasaron a retiro, me tocó a mí, al Indio, al Hombre, tomar las riendas. Por último, te pasé el batón a ti como colofón de nuestra misión.  Este, murió con placidez en Nassau.  A mi me tocó en Madeira.  A ti te corresponderá ‘lo mimo’ – como decía el chino manisero - en Crimea o sabe Dios dónde, en el disfrute de la jugosa cuenta que acumulaste en Suiza durante tantas décadas (demasiadas para un vulgar dictador latinoamericano como tú)’. Y Fulgencio y Gerardo señalaron hacia un gran hueco en la tierra un poco más allá del que salían miríadas de obesos y pálidos gusanos.  ‘¡No, no, nooooo..! Gritó Fifí y corrió despavorido.  Cuando se alejó lo suficiente, se percató de que lo rodeaban numerosos niños, disfrazados de abejitas, animalitos y duendes; muy contento, bailó y jugó con ellos.  No supo cómo esta colmenita infantil fue sustituida por adolescentes de secundaria con sus uniformes de sayitas amarillas que les marcaban el triangulito de las entrepiernas y las blusitas sin pañoletas de pioneras para destacar las teticas despuntando y los chorcitos apretaditos de las muchachitas de las escuelas en el campo y las camilitas, qué riquitas.  Estas fueron relevadas por universitarias, más sabrosas, promiscuas y experimentadas que, de noche, usaban las licras más atrevidas e iban a jinetear a la Marina en busca, las muy putas, de algún turista con quien casarse para que se las lleve del país. ‘¡Hijas de puta!’, chilló Fifí y ordenó a policías, segurosos, soldados, guardias personales que les cayeran encima, que las prendieran, que las encarcelaran por rameras, por traidoras, por contrarrevolucionarias y los militares le rodearon marciales en apretadas falanges para que nadie atentara contra su vida, sus palabras, su credibilidad… Las masivas escuadras lo oprimían tanto que lo asfixiaban y lo aplastaban por lo que se agachó y se arrastró con dificultad entre las comprimidas multitudes de piernas mientras  su rostro tropezaba contra cosas recias y peludas… y se percató que todos los guardias tenían las portañuelas abiertas y su camino estaba lleno de falos duros, hinchados, con glandes violáceos y prepucios de todos los colores y escrotos rugosos y velludos y no podía avanzar sin restregarse la cara con miles de testículos, de falos, de pingas, de morrongas que comenzaron a eyacular, a venirse en sus orejas, en sus narices, en sus ojos, en sus labios y se ahogaba en semen, se hundía en cuajarones de leche hasta que su mano dio con el frío metal del picaporte y huyó por una puerta muy pequeñita. Había llegado al otro extremo del tiempo. Por lo oscuro, pensó que había regresado al futuro y se esforzó por reconocer las figuras que venían a lo lejos entre penumbras… como cojeaban o se arrastraban  o  bailaban grotescamente pensó que veía  el Thriller de Michael Jackson, pero no, quienes venían eran, sí, cadáveres y arrastraban cámaras de camión, algas, tablas, bidones de acero con terribles mordidas de tiburón en los flancos; muertos cojos por los campos de minas que rodean la base de Guantánamo, muertos congelados en los trenes de aterrizaje de los aviones, muertos de nostalgia en el norte, en el sur, en el este y el oeste, muertos de pena en los aviones abatidos, muertos de miedo en el pasado, muertos de odio en el presente, muertos de risa en el futuro.  Con horror, huyó hacia el pretérito donde cuatro figuras le cerraron el paso. Estaban atadas a sendos postes con los pechos horadados por el fuego de los pelotones de fusilamiento y las nucas desbaratadas por los tiros de gracia.  ‘¿Y qué, jefe?’ le dijo uno, ‘¿Y qué, jefe?’ le dijo el otro.  Tuvo que retroceder unos segundos para reconocerlos: ‘¡Arnaldo, Tony!’  ‘¡Sí, Comandante en jefe, ordene!’ dijeron los ejecutados ‘¿Qué hacemos hoy, un poco de cocaína para Pablo Escobar, un poco de armas para el M-19, un poco de marfil y diamantes angolanos..? ¿ o.., le damos un murito de Berlín?’  Junto a ellos, en una celda enrejada, un guajiro fuerte como un toro se levantó de su muerte dándose golpes en el pecho enorme, donde le estalló el corazón: ‘¡Mi salud era de hierro, jefe!’  ‘¡Ya, Pepe, ya!’ Y se alejó de prisa tan despavorido como entonces, para acercarse a un túnel del cual escapaba el fragor de miles de botas que golpeaban marcialmente el pavimento. El miedo le estranguló a medida que la revista militar se acercaba más y más, minuto a minuto hasta que entrevió sus primeras escuadras. En vez de armas, llevaban al hombro pequeñas urnas funerarias con sus propias fotos, nombres y fechas inscritas en sus tapas: Fulano, Calueque; Mengano, Quifangondo; Esperancejo, Puente número 11; Sutano, Cuito, y así por el estilo. Decenas, cientos, miles de bajas en combate, en accidentes, por enfermedades, fusilados, suicidas, víctimas de la ineptitud, la irresponsabilidad, la indiferencia.  Cuando desfilaban ante él, volvieron los cadavéricos rostros en dirección contraria y rompieron en paso de revista en honor al vacío temporal.  Tras la gran parada, no se decidía a atravesar el túnel, pero un perro enorme y rabioso –como pesadilla de Kurosagua-, con el lomo cargado por granadas de mano, minas antipersonales, lanzacohetes y cintas de balas, le acosó y lo ahuyentó hacia la negra boca de boa…” “Durante horas, que parecían años o años que parecían segundos, dio tumbos en la oscuridad hasta que percibió el otro extremo, vago resplandor al cual se aproximó hasta que vislumbró las siluetas de una pareja. Estos sostenían sendas pistolas apuntadas a sus sienes y sujetaban entre sus cabezas un palo o asta de la cual pendía un trapo…, no, era la Bandera y el asta atravesaba los cráneos de la pareja a través de los orificios que en sus sienes habían provocado los disparos a quemarropa. Una pena tan profunda como el tiempo le atravesó un corazón veinte años más joven. ‘¡Osvaldo, Haydee, por favor!’ ‘No pudimos tolerar la humillación, -le escupieron al rostro-, la estampida, la decepción, la decadencia…’ repetían los difuntos llevados por el asta de la bandera que sostenían con los cañones de sus pistolas.  Exhausto, retrocedió unos años hasta encontrarse en un pasadizo enrejado tras cuyas rejas yacían los muertos de viejos en prisión, los  muertos de locura en las tapiadas, los muertos de asfixia en las gavetas, los  muertos de horror en las mazmorras de la Villa.  Y al huir de la prisión, se encontró en un páramo muy distante de la Isla.  En el medio del páramo había una escuelita rústica y dentro de la misma, sobre el suelo polvoriento, sucio y miserable, su más íntimo amigo le gritaba entre vómitos de sangre ‘¿Dónde estabas? ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué leíste mi testamento antes de mi muerte? ¿Por qué me entregaste con un beso en la mejilla…?’ y se tendió semidesnudo sobre unos lavaderos a descansar eternamente con expresión mesiánica. Fifí corrió y corrió mientras su barba se oscurecía y su piel se alisaba.  Los páramos se transformaron en bosques tropicales entre montañas. De los árboles colgaban maestros adolescentes y agentes encubiertos, y, debajo, una alfombra de campesinos alzados y obreros milicianos con una consigna pintada en sangre sobre sus yertos cuerpos:’ viva la alianza obrero-campesina’.  Los cuerpos se extendían más allá de la montaña, a través de las ciénagas hasta una playa, donde los cadáveres de los milicianos y los campesinos se confundían con los de unos expedicionarios en traje de camuflaje.  Más atrás, tropezó un campo de aviación, con un hangar, en el cual entraba una avioneta de dos motores sobre la que cargaron varios guardias para desarmarla tornillo a tornillo, remache a remache hasta dejar sólo un sombrero alón en medio del gran local vacío y una voz burlona flotando: ’Vas bien, Fifí, vas bien’.  Y detrás del hangar había un amplio foso de una fortaleza con incontables postes clavados en la tierra y en cada poste un cadáver desguazado por el fuego de fusilería.  Algunos de los espectros llevaban sus cascos de pilotos y le apuntaban con dedos acusadores: ‘Por convicción, ¡culpable!’.  Fifí huyó y huyó hasta la Sierra. Pero no encontró refugio. Montaña abajo rodaban los cuerpos ensangrentados de barbudos guerrilleros, militares y campesinos que lo arrastraron en su alud hasta el mismísimo Santiago que parecía un cementerio en medio de aquellos años de guerra.  De una esquina salió la mujer de su vida, flaca, fea pero siempre dinámica y fiel.  Le tomó de una mano y lo condujo a una calle con ambas aceras decoradas por sendos cadáveres que destilaban su sangre por las cunetas. Se los señaló orgullosa: ‘¿Así los querías, mi amor?’ Frank y Josué levantaron sus nobles rostros y alargaron sus suplicantes manos hacia él: ’No nos dejes aquí, no nos abandones…’ Dobló la esquina con calambres en el vientre, aunque ya no era Santiago sino… el malecón habanero en la calle Humbolt y la casa número siete y unos cuerpos sangrientos rodaban hacia él escaleras abajo. Al escapar de estos, otro poste obstruía la calle con los restos acribillados de un joven que lo miró a través de sus espejuelos opacos de muerte: ’Dos veces me engañaste, la primera, me hizo un asesino, la segunda, me asesinó’. Dio varios tropezones y cayó hacia atrás, aunque no en el asfalto sino entre paja de caña. Las descargas desgajaban el cañaveral y su tropa se dispersaba en completa confusión. Sobre él, caían los muertos en combate y los asesinados por el ejército. Todos maldecían la hora en que abordaron aquel yate. Se arrastró bajo la paja de caña y los cadáveres para huir de la balacera. La lluvia de plomo y de muertos continuaba sobre él si bien ya no estaba en la Sierra sino de nuevo en Santiago, frente la fortaleza del ejército donde masacraban a todos aquellos jóvenes que habían creído en él. No dejó de reptar hasta que dejó Santiago atrás y llegó a otra ciudad lejana y familiar. Esta se hallaba envuelta en el caos y la anarquía y él arrastraba un cadáver ayudado por Rafael, quien le reprochaba que él había venido a Bogotá para otra cosa, no como asesino de líderes populares y que, tras enredarlo en esta historia, lo dejó morir en una mazmorra mientras esperaba porque él lo sacara de allí. Soltó su carga y se alejó de su compañero. Sintió entonces la profunda angustia del adolescente que asesina por primera vez allí, delante de aquel cine infantil apenas a una cuadra del Parque Central con su cuarenta y cinco en la mano ante el cuerpo sin vida de Manolito y los silbatos de la guardia del Capitolio le urgían a huir, huir, huir hasta el otro extremo de la Isla,  allá, al feudo de su padre cuando este, el muy bruto, lo bajó con un sopapo del tractor que acababa de romper y la risa de aquellos muchachos habaneros mientras lo arrastraban a aquel claro solitario del monte y le tapaban la boca y le bajaban los pantalones y le metían un dolor terrible en el culo y en la vergüenza y así, con los pantaloncitos bajos, más pequeño aún, corrió entre sollozos al cuarto de su madre para encontrarla en la cama con todos los guajiros que trabajaban para su padre, chupándoles los rabos y dándoles lo que a él le dolería pronto y su madre desnuda y embarrada en semen adúltero lo llamará ‘Ven, Fifí, m’ijito lindo de mamá, ven’  y lo agarrará y se lo meterá entero por la vagina hecho un recién nacido pero horrorizado que de la matriz de su madre salían unos gusanos gordos y pálidos y se descubrió a sí mismo más anciano que nunca, asido por cada axila por Fulgencio Batista y Gerardo Machado quienes lo halaban consigo a la fosa con un grito triunfal: ‘¡Al fin juntos, compañero…!’

La Habana, julio 24 del 2000